Me giré lentamente. Sabía que ya dormía, pues llevaba cerca de una hora intentándolo. Los cabellos alborotados escondían su cara pálida, y era lo único que podía ver. Todo su cuerpo estaba cubierto por una gruesa manta impregnada de su dulce aroma, y sobresalían sus manos rosadas apresándola, intentando impedirle el paso al frío nocturno.
Me di cuenta de que mis miembros temblaban de manera incontrolable. No era de frío, era el miedo, que intentaba retener mis actos. Pero lo conseguí dominar. Me acerqué sigilosamente, me puse de rodillas tan cerca de su rostro como pude, y delicadamente aparté su rubia melena. Sus labios estaban entreabiertos y a su través escapaba el cálido aliento. Teniéndolos tan cerca, no pude resistirme más. Era tan guapa... Era todo un sueño.
La besé. La besé con tanta ternura que incluso me pareció que me correspondía. En mi interior era como si estallasen cohetes, y creo recordar que, con tanta alegría, con tanta ilusión, un ardiente llanto recorrió mis mejillas. Luego ese llanto se volvió amargo, porque yo la había besado, pero sin permiso, sin su intervención. Y ¿de qué sirve besar poniendo el corazón cuando es sólo tu corazón el que siente aquel beso? Aún así, decidí que todas las noches le daría un cálido beso cuando durmiese. Quizás era un abuso, pero era mi vía de escape, mi única fuga. Si no lo hacía, reventaba.
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