Pero a lo largo de aquellos años, hubo alguna que otra vez en que nuestras flores mantuvieron contacto. En una de las ocasiones, Margarita le confesó a María que le habían revelado un secreto sobre ella. “No te gustan las semillas”, le dijo, y María asintió. “A mí tampoco me gustan mucho”, le contó Margarita. Le habría gustado empezar una bonita historia con la pequeña hoja de maría, pero entre ambas se levantaban verdaderos muros de zarzales en ese sentido, ya que los colores que las teñían habían empezado a deteriorarse. Y las dos Metamorfosis resultaban intensamente extrañas, daba miedo acercarse... No pudo ser.
Si a María le daba miedo la Oscuridad, imaginad el temor que manifestaba hacia aquella Margarita de pétalos casi negros. Se alejó de ella. Alzó aún más los muros del jardín que se estaba montando en su vida. Jardín que sólo compartía ya con su Cardo. Claro que, si alguna vez Margarita buscaba con la mirada a María, tampoco la llegaba a ver. Ya se volvía translúcida, aquella hoja. Si la tuviésemos delante, sólo podríamos observar la suciedad que acumulaba en su piel, lo denigrante que llevaba en sí. Ni un color.
Otra de las veces que el Destino las lanzó una contra otra, años después, María estaba ya tan acostumbrada a la Niebla que la Oscuridad, su hermana, no le producía el más leve escalofrío. Y tal vez fue incluso capaz de mantener en su superficie algo del verdor que le quedaba, cuando se reunió con Margarita y pasaron la tarde juntas. Aquella tarde les sirvió para descubrir la una en la otra alguien complementario, y para comprobar que habían perdido el tiempo con miedos infundados y prejuicios injustificados.
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