Margarita se dio cuenta de que si María seguía así, acabaría enterrada y despedazada. Vio en ella la fragilidad que nunca supuso siquiera. Y le pareció hermoso. Tan hermoso como un cristal multicolor a punto de estallar. ¿Podría enamorarse de ella, como lo estaba de la Rosa? Si a esta olvidase, podría ser incluso correspondida en su amor. Y tal vez recuperase su color. Aunque eso era algo que ella veía tan lejano...
Por otra parte ya María había sufrido la punzada del amor. Pero no la había apreciado. Y aun cuando era visible para todas las flores del lugar, ella no quería saberlo, no quería gritarlo, tenía miedo de que la acabasen de enterrar. Estaba tan cansada, le dolía tanto su transparente apariencia, que prefería alejarse de lo que con tanto ahinco había buscado siempre.
Y aun cuando Margarita al fin reconoció que estaba perdidamente enamorada de ella, María huyó. Huyó con otra de las plantas portadoras de semillas que tanto la machacaban. Y esta vez ni siquiera le importó sentir algo por él. Pero si tenía el verdadero amor tan cerca, le aterraba no saber aprovecharlo. Era mejor, se decía, conseguir que pasase inadvertido, antes que involucrarse y errar. “Porque ya ni tengo fuerzas; apenas puedo respirar”.
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